‘La alegría de la cosecha’, por Pedro Paricio

Olivos
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Diciembre es mes de recolección de aceituna. Con ella se elaborará el precioso líquido que servirá de condimento a buena parte de nuestros platos en la próxima temporada. La presencia de sus dorados reflejos y de su aromática frescura verde con sabor afrutado despierta en mi mente invernales olores de monte, rumores de riachuelo con destellos de luna, temblores callejeros de frío anochecer rural, calor de chimenea de leña en el hogar… Es la evocación de mi primera cosecha de olivas en el pueblo de mis antecesores maternos, que, desde entonces, quedó indisolublemente unida a la vivencia de un decisivo suceso íntimo allí acaecido.

Llegadas las vacaciones académicas de la Navidad de 1971, mi abuelo y yo nos desplazamos de Valencia a Navajas para organizar las tareas que el resto de la familia llevaría a cabo en la mañana del domingo, pues tan solo había que recoger los frutos de los pocos olivos que teníamos en una pequeña parcela. Entre las gestiones a realizar resultaba ineludible la visita a la almazara, el viejo molino en el que se realizaba el proceso de conversión de lo cosechado en aceite de la mejor calidad.

Mis sentidos se despertaron al respirar el fuerte aroma de aquel local donde, en un ambiente de cordialidad y trabajo, se producía tan preciado zumo con un método rudimentario y artesanal: después de vertidas las aceitunas en la tolva, caían en un recinto de rulos de piedra cónicos que las trituraban; la pasta que se producía iba a parar a una especie de batidora, desde donde se repartía e intercalaba en sucesivos capazos de esparto apilados verticalmente; la columna formada de esta manera se exprimía con una prensa de bomba hidráulica para obtener, gota a gota, todo el aceite, que, por los conductos específicos, se almacenaba en recipientes, mientras que la pasta sobrante se aprovechaba para otros menesteres.

Una vez concluidos los asuntos pendientes, me quedé en casa dispuesto a leer hasta la hora de la cena. Ilusionado por la novedad que suponía encontrarme aquí en invierno –en la fría pero entrañable soledad de una vivienda habitada por mí sólo en el bullicio de los cálidos estíos de la infancia–, caldeé un poco la sala de estar y, embutido en el abrigo, me dispuse a saborear la intensidad de aquella desconocida experiencia. Rodeado de penumbra, silencio y expectación, me sumergí en la lectura.

En aquel instante no fui consciente de la trascendencia de lo que me estaba ocurriendo. Creí que era la magia del momento, la complicidad del viaje, la serenidad de la noche, la ilusión por lo que tenía que hacer al día siguiente o, incluso, la alegre espera de las patatas fritas prometidas por mi abuelo. Sólo me percaté de que en la calle se oía, distante pero nítida, la algarabía infantil interpretando los sones de los primeros villancicos del viejo año. Sólo advertí que lo experimentado al hilo de aquella lectura nunca antes lo había vivido. Sólo noté que me encontraba bien y que quería saber más.

Sin embargo, tendrían que pasar muchos años –en torno a doce– para que aquella aventura, que acabó esa misma noche, encontrase su definitiva continuidad y se convirtiera en el mayor descubrimiento de mi vida: el de la necesidad que el ser humano tiene de Dios, de sentirse hijo suyo, de actuar en consecuencia con ello y de hacerlo de tal modo que sólo cuando la existencia se encuentra centrada interiormente en Él adquiere la plenitud de su sentido.    

Transcurrido ese período tomé conciencia del carácter iniciático de aquella lectura y de la trascendencia de mi primera cosecha de olivas. Desde entonces, en cada gota de aceite no puedo sino ver algo más que sus estrictas cualidades alimenticias y terapéuticas consagradas culturalmente desde hace milenios. Evoco también su simbolismo bíblico –de purificación, fuerza, santidad…– y su presencia en la vida sacramental cristiana, desde el bautismo a la unción de los enfermos, pasando por la confirmación y el orden sacerdotal. Pero, por encima de todo ello, me reafirmo en el gozo de poder cosechar cada día –ya por siempre– el mejor aceite del mundo.

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4 comentarios en “‘La alegría de la cosecha’, por Pedro Paricio

  1. Muchas gracias Pedro, por compartir con nosotros, tus lectores, una vivencia infantil tan hermosa como significativa, que abrió la puerta a experiencias más trascendentes. Todos hemos tenido en la vida algún momento en el que ha cambiado, a veces bruscamente, nuestra visión del mundo y sobre todo de nosotros mismos. Tu lo has expuesto de una manera preciosa. Un saludo.

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