
Vivir cerca de una estación de tren imprime carácter. La proximidad de la casa de mis abuelos a una de ellas me permitió –durante buena parte de mi infancia y juventud– ajustar el control del tiempo al ritmo ferroviario. Observé el ininterrumpido trasiego de pasajeros por salas de espera y andenes. Aprecié a distinguir entre la regularidad de su flujo en los días laborables y su masificación en los fines de semana del verano y de los períodos vacacionales. Aprendí los horarios y destinos de los convoyes. Conté el interminable número de vagones de los trenes de mercancías en su lento transitar por las zonas pobladas. Y me asombré con el cargamento transportado por las expediciones militares para sus maniobras en tierras consideradas épicas por mí en aquel momento.
Este bagaje de mi primera experiencia con los caminos de hierro me llevó a asociar el tren con el espíritu viajero, dispuesto siempre a devorar kilómetros, a entrar en relación con nuevos ambientes y personas desconocidas, a satisfacer la curiosidad y el afán de aventura… Pero también a percibir la ambigüedad emocional de toda partida: alejamiento, transitoriedad, nostalgia… Con magistral precisión lo señaló Ortega y Gasset (1883-1955): “Cuando viajamos se eleva a su última potencia el carácter de fugacidad que es propio a nuestra relación con las cosas. Rodamos sobre ellas y ellas sobre nosotros (…), se hace extremada la momentaneidad de nuestro contacto con los objetos, paisajes, figuras, y paralelamente nos acongoja la pena que sentimos que así sea”.
Esta facilidad ferroviaria para el movimiento fue asimismo recogida líricamente por Unamuno (1864-1936), que, además de frecuentar el uso de este medio de transporte como viajero, ostentó en su momento un sillón del Consejo de Administración de la Compañía del Ferrocarril de Salamanca a la Frontera de Portugal: «Otra vez en el tren; fluyen los campos, / viene tierra y se va (…). Ay, mi Castilla, junto al tren que pasa / los surcos de rastrojos que desfilan…».
Pero quien más poéticamente expresó la complejidad sentimental de la movilidad del tren fue Antonio Machado (1875-1939): “Yo, para todo viaje / –siempre sobre la madera / de mi vagón de tercera–, / voy ligero de equipaje. / Si es de noche, porque no / acostumbro a dormir yo, / y de día, por mirar / los arbolitos pasar, / yo nunca duermo en el tren, / y, sin embargo, voy bien. / ¡Este placer de alejarse! / Londres, Madrid, Ponferrada, tan lindos… para marcharse. / Lo molesto es la llegada. / Luego, el tren, al caminar, / siempre nos hace soñar (…)”.
Sí, el alma del tren es viajera por esencia. Mas no acaba ahí su seducción. La observación que, desde él, hice del paisaje en cada trayecto me nutrió física y espiritualmente. Capté sus rasgos naturales y culturales. Aprendí a recogerme en mi intimidad, a saborear allí la grandeza de lo invisible en la pequeñez de lo visible y a evocar la unidad de la existencia humana y el cosmos. Se despertó en mí la conciencia de estar inmerso en lo Absoluto, de sentir su constante presencia y ver la vida con la mirada del misterio divino, sin el deseo de apoderarme de las cosas y poseerlas. Adquirí así la capacidad de abismarme interiormente en la contemplación esencial del mundo, cuyo sentido no es otro que el ordenamiento del alma al Ser Supremo que la habita y diviniza.
No hay duda de que el tren encierra un fascinante pasado, un insustituible presente, un prometedor porvenir de innovaciones técnicas y un innegable futuro estratégico: con la saturación actual de las carreteras como un problema global en aumento, el ferrocarril tiene un decisivo papel que desempeñar en el devenir de los medios de transporte. Pero no es menor la sugestión de su función en el mañana de la contemplación: viajando en tren se aprende a mirar con calma, profundidad y paciencia; a prestar atención a cuanto nos rodea; a asombrarse ante la realidad que se nos insinúa; a buscar y descifrar sus secretos, a seguirlos y a amarlos hasta sus últimas consecuencias. ¡Y eso es importante!
Muy interesante y muy también muy buenos recuerdos de mi infancia y juventud. Me gustaba viajar en tren, era toda una aventura.
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Muchas gracias, Roberto, por tu comentario. Me alegro de compartir también contigo esta vivencia ferroviaria. Un fuerte abrazo.
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Tu estupendo artículo, Pedro, me ha hecho recordar mi convivencia en mi primera juventud con el mundo ferroviario, sobre todo con las locomotoras de vapor, que se reparaban al lado de mi barrio, en los talleres de la Central de Aragón. Eran seis locomotoras Garrat ( nosotros las llamábamos Garraff) que se fabricaron en Bilbao bajo patente británica para la línea Valencia-Teruel-Zaragoza-Canfranc, debido a su gran potencia. En los talleres se trabajaba de día, pero por la noche había alguna tarea de mantenimiento. Los trabajadores se comunicaban a gritos, pues en ocasiones estaban lejos unos de otros, otras veces era la estridente descarga de presión del vapor o el choque de los topes lo que rompía el silencio de la noche, aunque raramente me despertaban, por la costumbre. Allí comencé a apreciar la belleza de la mecánica, el brillo de la bielas, el gran tamaño de las ruedas tractoras, la altura de la cabina del maquinista, sobre todo la sensación de conjunto de enorme potencia contenida junto a un perfecto diseño en el que nada sobra y nada falta. Y a apreciar el trabajo del maquinista y fogonero, siempre sudorosos, con el botijo colgando al lado de la ventanilla, siempre animados y bromistas a pesar de su inhumano trabajo. ¡Algunas veces me hubiera gustado ser uno de ellos, o por lo menos subir a la cabina del maquinista! Ese aprecio por el trabajo bien hecho me ha acompañado toda mi vida y el poder apreciar que una máquina puede ser una obra de arte, fruto de una pequeña chispa que ha cedido al hombre Aquel que lo ha creado todo
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Muchas gracias, Pepe, por la sabiduría de tu comentario. ¡De haber conocido antes esta experiencia tuya de juventud, podíamos haber redactado juntos el artículo! Seguro que los datos que aportas y la visión de tu vivencia ferroviaria enriquecen a nuestros lectores. Un fuerte abrazo.
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Ameno artículo, salpicado de citas literarias, en torno al ferrocarril, al que no le falta la evocación de lo transcendental. Este medio de transporte nos conecta con el tópico literario del «homo viator» y con el poema de Kavafis. Lo importante ha de ser aprovecharlo y disfrutar de las etapas de nuestro camino.
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Muy acertada la expresión ‘homo viator’. En mi opinión, se viaja siempre para conseguir lo que se necesita. Pero, a menudo, ello se encuentra ya en nuestro interior, de modo que el viaje más eficaz es el que se hace hacia lo profundo de la intimidad personal. Muchas gracias, María Jesús y Vicente, por vuestra aportación. Un fuerte abrazo.
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Impresionante el artículo. Es de novela. De las que consiguen que la imaginación te haga compartir lo que estás leyendo. No es fácil tener esa capacidad de fijarse en los detalles y retenerlos. Un abrazo.
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Para detallismo el tuyo, Javier, del que tengo buena experiencia desde hace varias décadas. Me alegro de que te haya gustado mi escrito, sobre todo porque conozco tu personal y familiar vinculación con el ferrocarril. Muchas gracias por tu generoso comentario. Un fuerte abrazo.
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