‘Palabra de genetista’, por Pedro Paricio

Jérôme Lejeune descubrió el síndrome de Down o trisomía 21
De Fondation Jérôme Lejeune – Fondation Jérôme Lejeune, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=18007226

Como las cerezas se enlazan entre sí, la noticia de la incorporación de mi amigo José Iribas a la Fundación Lejeune engarzó inmediatamente a mi memoria la evocación del momento en que conocí al célebre genetista francés. Sucedió hace tres décadas, con ocasión de un evento multitudinario celebrado en Valencia. Allí, perdido entre los cientos de asistentes, escuché su ansiada alocución. Antes de comenzar el acto, solo sabía de él que descubrió la primera anomalía cromosómica en el hombre: la trisomía 21, causa del denominado síndrome de Down o trastorno genético producido por la presencia de una copia de más del cromosoma 21, en lugar de los dos habituales. Ya después, me enteré que igualmente halló, con sus colaboradores, el mecanismo de otras enfermedades cromosómicas, abriendo así la vía a la citogenética y a la genética moderna.

Estos logros hay que encuadrarlos dentro del contexto de la fecunda trayectoria profesional del profesor Jérôme Lejeune (1926-1994), quien –siendo iniciador de la docencia de Genética Fundamental en la Facultad de Medicina de París y miembro de numerosas instituciones académicas de prestigio tanto en Francia como en otros países– fue en su campo una de las grandes autoridades a nivel mundial. Más aún, “en su calidad de científico biólogo, era un apasionado de la vida”, según manifestó San Juan Pablo II en el mensaje enviado a los asistentes a sus exequias.

Para el Papa polaco, este médico “siempre supo hacer uso de su profundo conocimiento de la vida y de sus secretos para el verdadero bien del hombre y de la humanidad, y solo para él. Fue uno de los ardientes defensores de la vida, especialmente de la vida de los niños no nacidos que, en nuestra civilización contemporánea, se ve a menudo amenazada [….]. Asumió plenamente la responsabilidad personal del científico, sin importarle las presiones ejercidas por una sociedad permisiva, ni el ostracismo de que fue objeto”.

Como sucede con las cerezas, aquel recuerdo de lo acontecido hace tres décadas en el Palau de la Música de la capital del Turia se enzarzó a su vez con el que me sucedió años después, cuando mi mujer me regaló el libro ´La dicha de vivir`, escrito por Clara Lejeune, la menor de las hijas del afamado académico. A juzgar por lo expuesto en este íntimo texto, su autora experimentó con filial cariño la sensibilidad y calidez que envolvieron siempre las aparentemente frías investigaciones de su padre, de quien recuerda cuál era en su opinión la lección más importante de la biología: la humildad extraordinaria con que tiene lugar el inicio del ser humano forjándose a cobijo de su madre.

Por ello, Clara Lejeune testimonia igualmente en este relato que su padre no se andaba con contemplaciones y fustigaba a aquellos que “para excusar el asesinato han inventado la increíble hipótesis de que no se está matando a nadie. Han logrado divulgar entre la opinión pública la insólita idea de que un niño de dos meses ni es humano ni tiene vida”. Igualmente evoca con pasión que “lo que su padre combatía era la negativa a reconocer la realidad que se tiene delante… Esa es la razón de que despertara el odio de algunos. ¿Cómo refutar una verdad científica?… Decid que ese hombre pequeño os molesta y que preferís matarlo, pero decid la verdad”.

Esta pequeñez que todos los adultos experimentamos en el seno de nuestras madres no se fundamenta –para Jérôme Lejeune– en un presupuesto ideológico sino en el conocimiento suministrado por la genética, gracias al cual “sabemos con certeza que todas las informaciones que determinarán al individuo, que dictarán no solo su desarrollo, sino su conducta posterior, están inscritas ya en la primera célula [que ya es realmente distinta de la madre y posee su propia individualidad]. Y lo sabemos con una certeza superior a toda duda razonable, porque si esa información no estuviera toda ella contenida ahí, jamás aparecería, pues después de la fecundación en el huevo no entra ninguna información”.

Es esta la palabra de un genetista que puso su rigor y excelencia científica al servicio de la verdad y la dignidad del hombre. Sin duda alguna, su ejecutoria humana y profesional es un claro ejemplo de la armónica ligazón que –como acontece con las cerezas– puede darse entre la razón y la fe cuando recorren juntas el camino de la vida.

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2 comentarios en “‘Palabra de genetista’, por Pedro Paricio

  1. Quizás ha sido tu reflexión que me ha llegado más al corazón. Una lección de VIDA PARA TODOS.
    Argumentos científicos para defender la vida desde el principio. Muchas gracias José por tus palabras.

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