‘Perfiles de la palabra’, por Pedro Paricio Aucejo

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Ahora que se acerca la Navidad resulta oportuno hablar de la palabra, pues, a fin de cuentas, lo que se celebrará en los próximos días es la fiesta de la Palabra hecha carne humana. Ahora bien, no es lo mismo la Palabra (de Dios) que las palabras (humanas). Incluso entre estas últimas cabe decir que hay palabras y… palabras. Así, Goethe (1749-1832) y Goebbels (1897-1945) escribieron con las mismas palabras, pero, mientras que el primero hizo uso de estas para recrear de forma incomparable el cosmos humano, el segundo se sirvió de ellas para corromper la retórica política con la introducción de su maléfico método propagandístico.

La voluntad de no renunciar a nada de lo que la vida ofrece fue la guía por la que condujo sus pasos el genio del romanticismo germánico. Su querencia de serlo y agotarlo todo hasta llegar a alcanzar la plena identidad personal le llevó a encarnar literariamente la experiencia entera del hombre. Por su parte, el colaborador de Hitler como ministro de Propaganda descubrió la seducción que la palabra podía ejercer en las masas para creer en ficciones por medio de mensajes cortos, ambiguos y rápidos de asimilar. Reconocida la efectividad de los eslóganes, el nazismo los utilizó para provecho de su organización política.

Esta fórmula de estructurar palabras de forma engañosa, hasta el punto de tergiversar el lenguaje, fue el perverso legado que Goebbels transmitió a las generaciones venideras. Desde entonces, su modelo propagandístico es utilizado mundialmente por políticos y publicitarios, que se sirven de esa técnica no para disponer de las palabras según su natural razón de ser, sino para fabricarles la finalidad que mejor se ajuste a sus intereses. De esa forma, se altera su capacidad de representar un concepto –el valor significativo que le es propio–, introduciendo perplejidad en el proceso de comprensión del mundo. Se es capaz entonces de todo menos de llamar a las cosas por su nombre.

Como –por naturaleza– está al alcance de cualquier ser humano, la palabra puede ser al mismo tiempo instrumento de comunicación o de aislamiento: ello dependerá del talento, la cultura, la habilidad y la intención de quien la maneje. Es por esto que la palabra ha sido una víctima permanente en manos de los hombres, que han falseado su inherente poder de comunicación, haciéndola servir tanto para la verdad como para la mentira, para la precisión como para el efectismo, para la información certera como para la propaganda engañosa.

Pero, afortunadamente, más allá de esta dimensión natural se encuentra la palabra por excelencia: el Logos de Dios. El mundo se constituyó cuando fue sacado de la nada por su Palabra: todo lo existente está enraizado en ese acontecimiento primordial. Asimismo, para revelarse a los hombres, Dios les habló a lo largo de los siglos en palabras humanas, que no son mera manifestación de sí mismas sino –sobre todo– de la Palabra de Dios, que es lo verdaderamente real. En la Biblia, el Creador entabla un diálogo amoroso con los hombres acerca de su propio ser y de cómo alcanzar la íntima unión con Él.

Pero su Palabra no es la propia de un verbo escrito y seco, porque, a través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, la de su Verbo único encarnado en la madurez de los tiempos –Jesucristo–, en quien el Padre se da a conocer en plenitud. En Él lo dijo todo y no habrá otra palabra más que esta, la de la vida que fluye del Dios hecho hombre –para salvar al hombre– hasta alcanzar a quienes le sigan. Esta Palabra de salvación suscita la fe en el corazón de los no creyentes y la alimenta en el de los creyentes. Es semilla incorruptible, vivificadora y formadora de la conciencia, pues el hombre vive del Espíritu de Dios y de su Palabra, que es inagotable en su verdad y siempre reveladora.

Sin embargo, aunque esta verdad es necesaria al hombre, la palabra se encuentra limitada para evocar lo indecible de ella: las profundidades del corazón humano, del conocimiento definitivo de cuanto existe, del misterio de Dios… Es su último y más seductor perfil, el de lo inefable, que despierta en las entrañas del hombre la llamada de lo infinito desconocido. Con razón Joan Maragall (1860-1911) elogiaría a la palabra como el mayor prodigio del mundo, pues “en ella se abrazan y confunden toda la maravilla corporal y toda la maravilla espiritual de nuestra naturaleza”.

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