
Leía hace poco en los dos periódicos en papel de mi Comunidad:
“La salud mental de la mitad de los jóvenes navarros ha empeorado con la pandemia” (Diario de Navarra).
“Los jóvenes se sienten más nerviosos, tristes, irritables y ansiosos tras la pandemia” (Noticias de Navarra).
Ambos titulares ocupaban lo más destacado de sus respectivas portadas. Y provenían de una encuesta realizada por Salud Pública y las dos universidades navarras.
El problema no es local, aunque el estudio lo sea. Los navarros no somos diferentes, en esto, a nuestros conciudadanos. La muestra y su resultado es, sin duda, trasladable a España en su conjunto.
Este deterioro de la salud mental o emocional se produce -lo sabemos- en otros rangos de edad: por “arriba” y por “abajo”…
Es obvio que no hemos podido evitar que nos azote la pandemia (y sus graves consecuencias de toda índole). Tanto, como lo es que ésta ha sido mal gestionada por algunos responsables políticos. En muchas ocasiones, han antepuesto criterios partidistas a los científicos (por más que hayan pretendido escudar sus decisiones en presuntos comités de expertos, a veces de forma tan burda como falaz).
No pretendo centrarme en esto ahora.
Quiero, por contra, analizar qué cabe hacer para ayudar a revertir o paliar el deterioro mental, psíquico, anímico o emocional que vivimos.
Pretendo plantearte dos reflexiones:
- Es prioritario ocuparse de ello: No bastan discursos, hacen falta recursos.
Sin embargo, no se dan. Mientras, los españoles observamos atónitos cómo millones de euros de nuestros impuestos se desvían a otras “políticas” (a menudo bastante lamentables). Y, para colmo, en lo sanitario (físico o psíquico), constatamos que el gobierno no apuesta por fórmulas que potencien los cuidados, incluídos los psicológicos y los paliativos.
El descarte y la obscena agresividad y la falta de compromiso con la vida y la salud física y mental son notorios. Proliferan facilidades para abortos y eutanasias, o para la ingeniería de género. Pero omiten dotarnos -siquiera sea por vergüenza- de recursos profesionales y materiales suficientes con los que solventar o aliviar problemas de salud reales. E incluso criminalizan a quienes defendemos la vida.
- Es imprescindible revertir estas políticas y actuaciones inhóspitas y contra natura.
Por mucho que repitan que “salimos más fuertes”, mientras se disparan los ansiolíticos (y los suicidios) constatamos día a día una política radical que nos debilita. Por antihumana y antinatural. En la que se fomenta el descarte del más frágil para “eliminar problemas”.
Algunos gobernantes apuestan -en lo referente a la vida, o a la familia- por un “lo que se rompe, se tira”, cuando lo que está en la raíz humana es un “lo que se rompe, se repara, se cuida, se cura”. Esta última es la cultura a reivindicar.
Mi apuesta principal, para ir a la raíz, a las causas -y no a los síntomas o a las consecuencias del problema-, es que retornemos a una sociedad más humana, más acogedora, más amable, más ajustada a nuestra naturaleza: que la “ecología” sea algo más que un eslogan…
Frente a un mundo competitivo, lleno de ruidos, soledades y confrontación, pretendo apostar por la mutua ayuda, el acompañamiento personal, por la puesta en valor del silencio, que favorezca la escucha activa -y humilde- del otro; por el abrazo al diferente, anteponiendo la dignidad humana (que proviene de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios) a los actos o ideologías de los demás.
Descubrámonos humildemente, unos a otros, en nuestra vulnerabilidad, en nuestra desnudez. Y ayudémonos a arroparnos, a aceptarnos, a querernos. Acompañémonos.
Empecemos por acoger a la tan atacada como valiosa familia: cuidemos a nuestros más próximos, especialmente a quienes se encuentran en situaciones más vulnerables.
Aunque algunos no lo vean, ahí -más que en los ansiolíticos- está la verdadera apuesta de futuro. También para nuestra juventud.
(Esta entrada se publicó recientemente en la revista Mundo Cristiano).