
¿Qué ciudadano responsable no ansía tener gobernantes investidos de legítima autoridad, que proclamen leyes justas, defiendan las instituciones y consagren su actividad al provecho común de su país? En sí mismo considerada es ésta una aspiración muy elevada, cuya concreción contribuiría al logro de una sociedad organizada y fecunda. Ahora bien, tal pretensión –hay que reconocerlo– es difícilmente realizable.
Además de las estrategias acumuladas históricamente en el bagaje de la praxis política, su consecución exigiría sobre todo una concepción del buen gobierno bastante alejada de la usual. Demandaría un ejercicio de virtudes por parte de los dirigentes en que la política y la moral fuesen inseparables y la vocación de servicio sustituyera a la voluntad de poder. Pero todavía resultaría mucho más inasequible aquel anhelo en tiempos como los actuales, en los que la generalidad de los gobernantes prescinde de Dios e incluso va contra sus principios.
Sin embargo, aquel desiderátum fue el horizonte personal que llevó a Fernando III el Santo (1217-1252) a ser uno de los monarcas más ilustres en la historia de nuestra nación y modelo para todos aquellos que están llamados a dirigir el destino de los pueblos. A diferencia de la mayoría de los príncipes de la época, reunió en su persona las virtudes cristianas y el ardor del guerrero medieval, entregando su vida al servicio de su pueblo por amor de Dios. Dotado de talento y energía para el mando, de valor personal, de gran capacidad legisladora y decidido afán por la cultura, su ideal religioso le impulsó a llevar a cabo una tarea que, mirada en conjunto, sobrecoge.
Habiendo heredado las coronas de León y Castilla, su cometido histórico se labró al hilo de la Reconquista de buena parte del territorio sometido a la invasión musulmana. Apaciguó sus dominios y administró sabia justicia en ellos. Pobló, colonizó concienzudamente los territorios conquistados y robusteció la vida municipal. Sostuvo ejemplares relaciones con la Santa Sede, con los otros reyes de España, con sus adversarios los reyes musulmanes, con los prelados y con sus nobles, soldados y pueblo llano. Creó la marina de guerra de Castilla. Prescindió de validos e instituyó en germen los futuros Consejos del Reino.
Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades, estableciendo las bases que llevarían al esplendoroso florecimiento cultural de la corte de su hijo Alfonso X el Sabio. Preparó la codificación de nuestro derecho e instauró el idioma castellano como lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín. A la vez que caudillo intrépido y sagaz, fue hábil diplomático. Sólo buscó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de legítima reconquista nacional. Arrebató el corazón de sus mismos enemigos, hasta el extremo de lograr que algunos príncipes y reyes moros abrazaran por su ejemplo la fe cristiana.
Protegió a las nuevas Órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos y se cuidó de la honestidad y piedad de su tropa. Emprendió la construcción de varias de nuestras mejores catedrales, como las de León, Burgos y Toledo. Por su rectitud como cristiano, esposo, padre y rey, disfrutó en vida de justa fama de santidad, siéndole tributado culto y veneración ya desde el siglo XIII y especialmente tras su subida a los altares en el siglo XVII.
En sus cartas se declaraba: “Caballero de Jesucristo, Siervo de la Virgen Santísima y Alférez del Apóstol Santiago”. Insistentemente pedía a Dios la ayuda para su pueblo. Propagaba por todas partes la devoción a Nuestra Señora, haciéndole construir capillas en acción de gracias por sus victorias. En las batallas llevaba siempre una pequeña imagen suya anillada al arzón de su caballo. En su tienda de campaña, otra imagen de María (que actualmente se halla en la catedral de Sevilla y se venera bajo la advocación de ´Virgen de los Reyes`) presidía la cabecera de su cama y ante ella rezaba horas antes de la contienda.
Sin duda, la intercesión y el ejemplar magisterio del rey Fernando III el Santo pueden servir también en la actualidad de útil ayuda a todos aquellos dirigentes que han de afrontar el cúmulo de arduos desafíos de nuestro presente.