
En mi condición de lector de ´Misiones salesianas` hace tiempo que tuve la oportunidad de acceder a la experiencia vivida por Rachidi, un joven africano de once años que, a fin de saldar una deuda familiar, fue vendido por su padre para ocuparse en el trabajo doméstico. En su escalofriante declaración a esa revista, el muchacho afirmaba literalmente: “Una noche mi padre me dijo que nos íbamos a Nigeria. Cogimos el coche y, cuando llegamos, una señora le dio un dinero. Me dijo que le esperara, que iba a comprar pan, pero se fue y me dejó allí”. Desde ese instante, su existencia se truncó de golpe, siendo explotado y maltratado. Cuando logró escapar, vivió en la calle, comía lo que encontraba y dormía en el mercado hasta que la Policía lo llevó a un centro salesiano.
Un siglo antes de este hecho y a 5.000 kilómetros de distancia, Blasco Ibáñez (1867-1928) narró también, en su novela ´Arroz y tartana`, el abandono infantil que acontecía antaño en el entorno de la artística Lonja de Valencia, cuyas céntricas calles eran bien conocidas por el escritor: no en balde sus primeros años de existencia transcurrieron en ellas, como hijo que era de emigrantes aragoneses dedicados al comercio. Era, pues, sabedor de que en época pasada, pero no muy remota de la por él vivida, solía ser frecuente la presencia de turolenses que, procedentes de poblaciones sin futuro, con “la cándida creencia de que en Valencia estaba la fortuna”, anhelaban en ella acomodo para sus hijos.
Pero, la adversidad de la suerte –reacia en ocasiones a la buena ventura de los pobres– hizo fraguar una “leyenda inhumana, de cuya veracidad dudaban muchos”. Esta tradición contaba que los humildes progenitores llevaban a sus vástagos a ver el majestuoso giro del ´Pardalot` (o ´Cotorra`) de la veleta de la iglesia de los Santos Juanes, próxima a la citada Lonja. Con ocasión del embobamiento que producía en los pequeños aragoneses su contemplación, eran descuidados allí por sus padres en la esperanza de que “algún comerciante generoso, por ser de la tierra y recordando los principios de su carrera, tomase bajo su protección al abandonado y le metiese en su casa”.
Sea como fuere, desde la realidad africana de Rachidi a la de la leyenda novelada por Blasco, más de siete millones de menores son explotados actualmente en todo el mundo con distintos fines (laboral, sexual, mendicidad, matrimonio forzado, adopción ilegal, comisión de delitos, comercio de órganos y reclutamiento forzoso). Y es que el tráfico infantil no entiende de fronteras ni del desarrollo de los países: es un fenómeno global, si bien está más extendido en África, Asia y Latinoamérica. En España, aunque el tráfico de menores por explotación sexual es –dado su carácter clandestino– poco visible, resulta ya, sin embargo, una realidad preocupante.
La pobreza y la desestructuración familiar son dos de las causas principales de esta actividad criminal, pero a ellas hay que sumar la falta de educación de los niños y sus familias (muchos padres son engañados por los traficantes con promesas de oportunidades y estudios para sus descendientes), los factores culturales (hay lugares en los que a los menores no se les considera sujetos de derechos), la ausencia de inscripción en registros, los conflictos y la inestabilidad política, las deudas familiares y la impunidad de la que gozan los traficantes, así como la falta de una política activa de lucha contra semejante desafuero.
Ante la hipoteca vital de este drama personal y uno de los peores a los que la humanidad se puede enfrentar, las medidas a desarrollar son múltiples: además de la localización, recuperación, asistencia, protección e integración social de la víctima (en centros de acogida especializados y, a ser posible, en su propia familia), se precisa una aplicación rigurosa del sistema de justicia criminal, una política adecuada de migración, una firme regulación de los mercados de trabajo, un régimen de prevención y erradicación de esta lacra por parte de los gobernantes… Pero, sobre todo, una sensibilización de toda la sociedad que la rearme moralmente para evitar este macabro proceder con los pequeños más vulnerables.
Me admira su valentía al visibilizar tragedias de este calibre, y eso ya es una forma de acción. Muchas gracias.
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La principal razón del abandono infantil es la falta de amor y de apego a los hijos; luego están las demás.
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