
Que mañana se celebra la festividad litúrgica de San Ignacio de Loyola (1491-1556) es cosa bien sabida en el orbe católico. Como también lo es –especialmente para los nacidos en Pamplona– que, durante su etapa como hombre de armas, el entonces denominado Íñigo López, cayó herido en 1521 en la defensa del castillo de dicha ciudad. Este hecho, recordado escultóricamente en el monumento situado en la céntrica avenida de la capital navarra que lleva el nombre del santo guipuzcoano, sería determinante en su vida. Después de practicarle allí las primeras curas, se le trasladó a su casa natal de Azpeitia, donde, al dedicar su convalecencia a la lectura y meditación de libros religiosos, profundizó en el conocimiento de su fe católica e inició un proceso de conversión que, con el paso del tiempo y los acontecimientos, le llevaría a dos hechos de capital trascendencia: la redacción de sus ´Ejercicios espirituales` y la fundación de la Compañía de Jesús.
Pero lo que quizá sea menos conocido por el gran público es el elogioso estudio que Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) dedicó al primer General de los jesuitas. Sí, ha entendido bien el lector. Quien lo hizo fue, ciertamente, el escritor valenciano de mayor éxito internacional, pues, a pesar de su arraigada militancia anticlerical, supo sortear el desafío intelectual que se le propuso en Buenos Aires a principios del siglo XX.
Aconteció este hecho cuando, con el impulso de los grandes flujos migratorios del momento, la capital argentina mudó su fisonomía y, creciendo comercial y culturalmente, se trocó en una de las más pobladas del mundo. Por ese motivo, a fin de llevar al nuevo continente lo más granado de la cultura europea del momento, se organizaron ciclos de conferencias, once de las cuales fueron impartidas por Blasco Ibáñez.
Pronunciadas desde junio de 1909, las ponencias del novelista guardaron relación con el amplio espectro temático de su oratoria, siendo una de ellas ´El misticismo batallador de los españoles`, cuya plática giró en torno a Santa Teresa de Jesús y a San Ignacio de Loyola. Consciente del riesgo que corría a la hora de desarrollar asunto tan insólito en su trayectoria intelectual, Blasco no dudó en aclarar al auditorio –sabedor de su actitud religiosa– que, dejando a un lado su juicio sobre la santidad, su exposición se ceñiría a las características humanas de estos dos fundadores del siglo XVI y al ambiente en que actuaron.
El autor valenciano habló primero del misticismo como una de las genuinas manifestaciones del alma española, considerando que, a diferencia del elaborado por otros pueblos católicos, el nuestro es más completo, enérgico y no resulta filosófico sino batallador. Fruto del carácter fogoso y realista forjado en siete siglos de Reconquista, su espiritualidad trasciende el claustro monacal y se lanza por el mundo para luchar por la difusión y el arraigo de sus ideas.
En el caso concreto de la figura del hidalgo de Vizcaya, Blasco explicó que, siendo el siglo XVI una época de crisis del cristianismo, surgieron en Europa dos almas igualmente religiosas que pensaban en contrarrestarla. Una era Martín Lutero; la otra, Íñigo de Loyola. Mientras que el primero quería la destrucción de los papas para que el cristianismo se reconstruyera, el segundo pretendía la reconstrucción del cristianismo conservando a los papas y haciéndolos garantía y sostén eterno de las ideas católicas.
Según nuestro literato, en la actitud del religioso español resultaron esenciales el entusiasmo férreo de su carácter natural, el sesgo militar de toda su trayectoria vital y su marcha a Roma –una vez constituido el primer núcleo de la nueva institución religiosa– para ofrecer su ejército al papado. Después de trazar una síntesis biográfica de su existencia y evocar tópicos y anécdotas, Blasco Ibáñez concluyó su exposición haciendo un balance de su figura, afirmando con rotundidad que “sin Loyola Carlos V no hubiera hecho la guerra en Alemania, no hubiera hecho nada por la fe”, de modo que “sin Loyola hubieran sido otros los destinos de la religión”.
De ser así, estos son méritos suficientes para –casi cinco siglos después– recordar hoy su memoria. ¡Y también la de su narrador!
Gracias por compartir esos momentos.
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