
Los primeros alumnos que tuve en Sociología –hace casi un cuarto de siglo– fueron estudiantes saludables, divertidos y dispuestos siempre a viajar. Orientados al trabajo en equipo, poseían clara conciencia social y, avezados ya en el uso de los medios de comunicación y las tecnologías digitales, estaban familiarizados con el lenguaje de los ordenadores, los videojuegos e internet. Pertenecían a una generación protegida, aparentemente segura de sí misma, con cierta tendencia narcisista y convencida de su futuro éxito en el trabajo y en la vida personal, por lo que aspiraban a tener una madurez de equilibrio entre estos dos ámbitos.
El talante de estos jóvenes era tan jovial como el de la próspera sociedad en que se habían criado, cuando España –homologada con Europa occidental– ocupaba el octavo puesto del mundo en producto nacional bruto, el noveno en el ´índice de desarrollo humano` de las Naciones Unidas, el de menor diferencia entre ricos y pobres en la Unión Europea y cuando su ciudadanía mostraba un grado de satisfacción con sus vidas y un convencimiento de que las cosas del país habían mejorado sustancialmente con respecto a tiempos no muy lejanos (expansión industrial y empresarial; aumento del nivel de consumo, del bienestar físico y de la esperanza de vida…).
Aquellos estudiantes mimados por la Historia solían mirar de soslayo –como hijos de su tiempo– todo cuanto no fuera coetáneo a ellos, mostrando dificultad para entender la sociedad de sus abuelos e incluso la de sus padres. No comprendían el grave estancamiento económico experimentado por nuestro país durante décadas, la pobreza generalizada y la incapacidad de una España sombría para incorporarse de lleno al proceso de modernización europea. Mucho menos lograban ver el alcance de la sangría humana que, durante los años cincuenta y sesenta de la pasada centuria, supuso la emigración al extranjero de miles de españoles, a la que hubo que sumar la emigración interior de numerosísimos compatriotas, que salieron de las pequeñas poblaciones en busca de las mejores expectativas de futuro ofrecidas preferentemente por las grandes ciudades.
Exótico les resultaba el legado cultural y las costumbres de antaño narradas por sus abuelos –las propias de una sociedad básicamente rural en la que la mayoría vivía en comunidades reducidas y donde todo el mundo se conocía–, como las fiestas campestres, las romerías, el folclore, la sabiduría popular, la artesanía, la charla estival de los vecinos tomando el fresco o el corro de mujeres en el lavadero público. Pero tampoco valoraban adecuadamente el tiempo vivido por sus padres: el de la modernización de España, el de su acercamiento al orden político, económico, social y cultural del resto de los países europeos occidentales y el de su adaptación a un entorno internacional crecientemente competitivo, que exigía una mayor capacitación profesional y una constante promoción por el esfuerzo personal.
Cuando ni siquiera han transcurrido veinticinco años, los que entonces eran jóvenes estudiantes están situados ahora en la vanguardia de cuanto acontece socialmente y, sin embargo, han experimentado ya que su vida actual no puede tener la jovialidad de su primera juventud, ni sus ambiciones y sueños. Muy al contrario: todo ello ha quedado roto por el contexto de una crisis nacional generalizada que, en el intervalo de poco tiempo, les ha situado ante precarias condiciones de trabajo, en empleos ajenos a su formación académica, con salarios irrisorios y abocados a la emigración exterior o al empobrecimiento de su estatus personal y familiar.
Ahora han entendido de primera mano los entresijos de la historia de su país y las idas y venidas de la sociedad de la que forman parte. Se han percatado de la mezquindad de gobernantes convenientemente ideologizados, del asedio de la connivencia mediática y del fetichismo positivista de una ciudadanía abducida por el globalismo de lo políticamente correcto. Se han visto atrapados así por la última versión de la España sombría, aquella que les sonaba a cuento cuando la evocaban sus abuelos. La misma que les parecía irreal y extraña cuando la estudiaban en Sociología. La pena es que, ahora, no se trata del pasado de un país sino del presente de sus propias vidas.
Muy buena visión de lo que acontece.
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Me alegro de su valoración. Muchas gracias y un cordial saludo.
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