‘El mundo sigue ahí’, por Pedro Paricio

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Fue en la adolescencia cuando me inicié en la lectura de la prensa escrita: buscaba conocer los más variados aspectos de cuanto formaba parte de la actualidad de nuestro mundo. Y lo hacía no quedándome en una mera operación receptiva de la información, sino profundizando en ella gracias a la interpretación aportada por la opinión de quien escribía. Ampliaba así mi experiencia personal con las ideas, sentimientos, recuerdos, invenciones… del creador de lo leído, en una suerte de convivencia interior entre su intimidad y la mía. Formaba de este modo mi opinión gracias a las diversas opciones que se me ofrecían en el periódico, en unas ocasiones para compararlas y aquilatarlas, en otras para cuestionarlas y, a veces, para rechazarlas sin más.

Me atraía especialmente el periódico de los domingos. Al no existir en la España de aquella época los actuales magacines de fin de semana, los rotativos incorporaban a sus secciones habituales unas páginas culturales, que abarcaban desde la divulgación científica al reportaje paisajístico, la crónica histórica, el cuento, la crítica literaria o el ensayo breve. Todavía conservo, convenientemente archivados, recortes de algunos de esos escritos.

En ellos, mi anhelo adolescente –sumergiéndose en el breve relato de un viaje, en la descripción de una escena hilarante, en el chascarrillo de una anécdota divertida o en el mundo creado por el articulista– deseaba salir del cauce habitual de la existencia, eludir por un momento las cargas del vivir e instalarse en una noble evasión ensoñadora. En otros instantes, pretendía humanizarme con sus contenidos, penetrando así en la memoria de la humanidad hasta asimilar parte de su ingenio y reconocerme en él.

Pero, sobre todo, en aquellas columnas de los domingos, deseaba situarme más allá de las insuficiencias de mi vida e ir al alcance de una calidad espiritual que colmara mi sed de absoluto: buscaba la perfección del ser, el brillo de su belleza, la noticia de su plenitud, el poder trascendente que alienta la vida y la sostiene. O, por lo menos, la que se me pudiera ofrecer en el periódico (¡que no era poca!). Procuraba satisfacer la necesidad de hacer más cabal mi realidad personal y, dándole razón intelectual, acercarme al cumplimiento de mi propio proyecto vital.

Ahora bien, el deleite intelectual no fue el único fruto aportado por los diarios de mi primera juventud. Con ellos obtuve también disfrute emocional: el del goce olfativo de su tinta impresa y el de la experiencia táctil de su papel. Era éste grande, terso, audible en el paso de sus páginas, moldeable, fácil a la anotación espontánea o al recorte sin miedo ni complejos. Las sensaciones suministradas en esa época por mis sentidos corporales siguen sorprendiéndome todavía cuando leo la prensa en soporte de papel, el único que existía hace cinco décadas. Su persuasiva intervención –al transmitir firmeza y permanencia en el recuerdo– me ayuda a saborear y retener lo leído.

Porque, en honor a la verdad, el periódico digital es otra cosa (dicho sea sin ánimo de nostalgia). Son innegables sus ventajas: comodidad e inmediatez, constante actualización, amplitud de contenidos, versatilidad de sus tareas adicionales –hemeroteca, archivo digital, impresión, envío por correo electrónico y redes sociales, diversidad de medios a consultar simultáneamente…– e incluso, en algunos casos, su economía. Por eso, hoy, accedo también cada día a la prensa digital, a pesar de que ésta altere el modo de relacionarnos con la información escrita y cambie el proceso y la calidad de percepción de lo leído.

Sea como fuere, sigue vigente en el tiempo la lectura cotidiana del periódico –de papel o digital– para abrir una ventana al mundo y tomar conciencia cada día de que nuestro planeta, a pesar de sus idas y venidas, sigue ahí, en su sitio y… en febril transición. La posibilidad de acceder a una u otra versión no ha hecho sino aumentar el poder de la prensa escrita como agente de socialización, abriendo un escenario de imparable expansión y múltiples beneficios para el usuario de una comunicación humana y abierta al progreso tecnológico.

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