
En estos momentos millones de personas están padeciendo en cualquier parte del mundo. Su sufrimiento se muestra de múltiples formas. Con ocasión de uno u otro siniestro –incendio, robo, accidente, enfermedad, hambre, fracaso, dolor psíquico o moral…–, su vida resulta ahora mismo difícilmente soportable, si no aborrecible. Y la experiencia nos muestra que esa tribulación, aunque llegue de modo diferente o con intensidad variable, alcanza pronto o tarde a todos los seres humanos. Nadie está exento de ella. Ni siquiera el Hijo de Dios, quien, al hacerse hombre, experimentó el dolor hasta sus últimas consecuencias. Sucedió hace ya dos milenios. Fue durante la primera Semana Santa de la historia, que buena parte del planeta conmemorará en las próximas jornadas. Hoy es, pues, un día adecuado para pensar en la pasión y muerte de Cristo, comprender su sentido y hacer todo ello sin escandalizarse ni de su sufrimiento ni del nuestro.
Después de ser detenido el jueves por la noche, en la mañana del viernes se le procesó y condenó a morir crucificado. A continuación comenzó su camino hacia el monte Calvario, el despojo y reparto de sus vestiduras y, finalmente, su crucifixión. En este suplicio, cabe imaginar al Señor extendido en tierra sobre un madero horizontal, clavadas sus manos en él, levantado después sobre un palo vertical, al que quedarían clavados también sus pies. El horror del tormento le agitaría sin cesar, con lo que el más pequeño movimiento le produciría nuevos dolores y las llagas de sus manos se desgarrarían lentamente por el peso corporal. Al tardar en morir, se le aceleraría su agonía con un golpe de lanza, que precipitaría su final hasta expirar.
Entonces –como señal de que esta muerte no era la extinción de un hombre cualquiera– se entenebreció el cielo, tembló la tierra, se partieron los peñascos, se abrieron los sepulcros, salieron de ellos muchos cuerpos allí depositados y se rasgó el velo del templo. Sucedió así porque, a pesar de que sus verdugos lo ignoraban, la aplicación de aquella tortura en Jesús supuso la elección de la víctima perfecta con la que se había de cumplir la voluntad de Dios: la salvación de la humanidad por la destrucción del pecado mediante una reparación infinita. Quien acababa de morir había cumplido la más universal y sublime de las misiones –la introducción de la humanidad en la verdadera vida–, preparada por Dios desde la eternidad.
Este padecimiento experimentado por Cristo revela el nexo de unión entre los hombres y Dios. Es la clave para la interpretación del misterio del sufrimiento que atraviesa la historia del hombre: este dolor no fue eliminado con la redención llevada a cabo por Jesús, sino que, unido a su cruz, quedó transformado en materia de merecimiento humano de los bienes eternos. Ello explica que vivir en un mundo traspasado por el sufrimiento no priva a la existencia de significado; al contrario, le otorga un sentido pleno, por cuanto que la realidad presente está destinada a desembocar en la dimensión definitiva prevista por Dios.
Lo contenido en esta visión permite dar a la vivencia personal de la tribulación un encaje muy distinto al sostenido habitualmente. Es el que tan bellamente supo expresar Gabriela Mistral (1889-1957) en su poema al Cristo crucificado: “En esta tarde, Cristo del Calvario, vine a rogarte por mi carne enferma; pero, al verte…, mis ojos van y vienen de tu cuerpo… a mi cuerpo con vergüenza./ ¿Cómo quejarme de mis pies cansados… cuando veo los tuyos destrozados? ¿Cómo mostrarte mis manos vacías… cuando las tuyas están llenas de heridas?/ ¿Cómo explicarte a Ti mi soledad… cuando en la cruz alzado y solo estás? ¿Cómo explicarte que no tengo amor… cuando tienes rasgado el corazón?/ Ahora ya no me acuerdo de nada, huyeron de mí todas mis dolencias… El ímpetu del ruego que traía se me ahoga en la boca pedigüeña./ Y sólo pido… pedirte nada… Estar aquí, junto a tu imagen muerta./ Ir aprendiendo que el dolor es sólo… la llave santa… de tu santa puerta”.
Con esta forma de pensar no se niega, pues, el padecimiento de nuestra existencia, sino que se la ubica en la omnipotencia amorosa del Dios sufriente que –por serlo– nunca nos abandona. Entonces, si nuestro malestar se convierte en condición de posibilidad de una vida plena, ¿de qué nos quejamos?
Comentario profundo,precioso y muy práctico.¡gracias!
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