
Emprender un viaje supone devorar kilómetros, cruzar caminos, pasear calles, relacionarse con personas, conocer un nuevo ambiente, satisfacer la curiosidad y el afán de aventura… Pero entraña también alejamiento, transitoriedad y nostalgia, pues cuando se viaja –como precisó Ortega y Gasset (1883-1955) – “se hace extremada la momentaneidad de nuestro contacto con los objetos, paisajes, figuras, y paralelamente nos acongoja la pena que sentimos que así sea”. A pesar de ello, en el mundo desarrollado de nuestros días, la actitud viajera se percibe como un signo de bienestar y calidad de vida. Sin duda, ha contribuido a ello el avance tecnológico experimentado en los medios de transporte, así como el papel desempeñado por la publicidad y demás negocios colaterales, que han propiciado la proliferación de viajes masivos y la obsesión por el turismo.
Sin embargo, no ha sucedido siempre de este modo, siendo múltiples las dificultades que acarrearon los viajes en otros tiempos, no solo por su inseguridad física, lentitud e incomodidad, sino incluso por el mero alojamiento en las posadas, que resultaban ser un engañoso paréntesis de descanso tras la dureza del viaje. Sus penosas condiciones materiales, el afán de lucro de sus propietarios, las burlas y matracas con que se recibía a los forasteros, los frecuentes hurtos en sus estancias o los desagradables asaltos eran –entre otros– el colofón que remataba una marcha sometida a la inclemencia de las malas comunicaciones, los accidentes naturales y el peligro de los caminos.
La descripción que la condesa D´Aulnoy (1651-1705) hizo de estos establecimientos en su ´Relación del viaje por España` puede dar buena cuenta de lo que allí sucedía. Según esta escritora francesa, cuando se llega a las posadas españolas, “ni se halla puchero en la lumbre, ni un plato fregado. Se entra por el patio, lleno de mulas y arrieros que hacen servir las albardas de mesa por el día y de almohada por la noche. Comen y duermen en amistosa compañía con las bestias, que comparten con ellos el trabajo. El huésped es guiado a un aposento cuyas camas [tienen] las sábanas del tamaño de una toalla; las toallas, poco mayores que un pañuelo de sonar; y es preciso alojarse en una posada importante para disponer de media docena de servilletas, pues en la mayoría no se ve una sola servilleta ni tampoco tenedores. No hay más que un vaso en toda la casa”.
Siguiendo parte del retablo visto en 1679 por madame D´Aulnoy, “es imposible calentarse junto al fuego de las cocinas, porque, como estas no tienen chimenea, el humo ahoga. [Allí] se reúnen al amor de la lumbre una docena de hombres y otras tantas mujeres, todos más negros que el diablo, apestosos y sucios como cerdos, vestidos como pordioseros. Todos son más ladrones que las urracas y solo se apresuran a servirnos para hurtarnos algo, aunque solo sea un alfiler. [Cuando] nos preguntan si queremos comer, no creáis que basta decir: ´Traedme tal o cual cosa` para que os la sirvan. Con frecuencia no hay lo que se pide; pero si lo hay en alguna parte será preciso adelantar el dinero para que vayan a comprarlo. De manera que antes de comer se ha pagado ya la comida, pues no se le consiente al dueño de la posada ofrecer más que sus habitaciones”.
Si lo narrado por la aristócrata gala aconteció un siglo después de que falleciera santa Teresa de Jesús (1515-1582) –usuaria en alguna ocasión de estas posadas a causa de sus desplazamientos para la fundación de conventos–, resulta fácil hacerse cargo de la consideración general que de ellas tenía la reformadora del Carmelo y de cómo las citó metafóricamente para explicar a sus hijas espirituales la desdicha que supone el infierno y la necesidad de evitarlo: “¡Qué temeroso lugar [el infierno]; ¡qué desventurado hospedaje! Pues para una noche una mala posada se sufre mal, si es persona regalada (que son los que más deben de ir allá), pues posada de para siempre, para sin fin, ¿qué pensáis sentirá aquella triste alma? Que no queramos regalos, hijas […]. Alabemos a Dios. Esforcémonos a hacer penitencia en esta vida. Mas ¡qué dulce será la muerte de quien de todos sus pecados la tiene hecha y no ha de ir al purgatorio! ¡Cómo desde acá aun podrá ser comience a gozar de la gloria! No verá en sí temor sino toda paz”.
¡Buena exhortación la realizada por la monja de Ávila! Su cumplimiento vale la pena: evita el más terrible de los viajes y la caída definitiva en la peor de todas las malas posadas. Ahí es nada.
Así da gusto irse a dormir con textos tan enriquecedores…
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Pedro Paricio escribe muy bien. Gracias a los dos
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