‘Crecimiento, experiencia y madurez’, por Pedro Paricio

Foto de cottonbro en Pexels

La de ´Peter Pan y los piratas` no fue una baraja cualquiera. Sus cartas nos proporcionaron a mi hermana y a mí una excelente distracción durante una larga temporada de nuestra infancia. Aparte de las reglas de este inocente juego, que se puso de moda en los años sesenta del siglo pasado, nada sabía yo en aquel momento de que el contenido de las cartas estaba basado en la película de Walt Disney cuyo principal personaje ficticio había sido creado por J. M. Barrie (1860-1937). Este escritor escocés fue el autor del relato, que tiene como temática básica la negativa de Peter Pan a crecer para evitar así las responsabilidades de la madurez y permanecer siempre como un niño. Años después, el doctor Dan Kiley se sirvió de esta ficción para introducir, en el ámbito de la psicología popular, la supuesta patología de la persona que nunca crece, a la que llamó en consecuencia ´síndrome de Peter Pan`.

Desde aquella época de mi infancia, la baraja de marras había habitado en el panteón del olvido hasta que, hace poco, la caprichosa casualidad la rescató de su existencia silenciosa. Agazapada en un cajón de mi mesa de estudio, su estuche de color verde billar reclamó mi atención: allí estaba con sus cuarenta y cuatro cartas, desgastadas por el uso, y su folleto con el reglamento del juego. Hoy las he ido recorriendo una a una, pero era tal la densa bruma de pasado que las recubría que –a pesar de haber vuelto a mi mente los nombres de Wendy, Campanita y Garfio– ya nada me decían sus ilustraciones y leyendas. Ni logré refrescar el recuerdo de lo sucedido con ellas hace casi sesenta años, ni me aportaban en absoluto las sensaciones de distracción, descanso y dicha con que llenaron mis años infantiles.

Es evidente que ha pasado mucho tiempo desde entonces. También ha cambiado mi vida y ha evolucionado mi psiquismo en consonancia con la edad. Todo ello es normal y conviene que sea así para nuestro desarrollo personal, ya que, además de inviable, el retorno al estancamiento del pasado nos transformaría espiritualmente en estatuas de sal. En verdad, el correcto recorrido vital nos lanza siempre a la inevitable apertura a un porvenir de constante transformación y crecimiento.

Al menos, así lo he vivido en mi experiencia personal. Más aún, el paso del tiempo me ha mostrado con toda su crudeza el error de algunos planteamientos infantiles y juveniles, el daño de sus actitudes y la negatividad de sus orientaciones a la hora de condicionar –aun inconscientemente– la conducta futura de la persona. No en balde, algunos consideran que lo más duro de la vida son los primeros treinta años. Y es que el caudal de riquezas propias de ese período se puede dilapidar si no se cuenta con la oportuna experiencia que las administre con acierto. Sin una adecuada madurez humana, que decante y ordene las dádivas de aquella etapa vital, no es extraño perderse en la prodigalidad de las emociones, hasta sentir –pronto o tarde– el deseo de desprenderse para siempre de las tendencias primeras de la existencia.

Ello es así porque la riqueza de la vida propiamente dicha no se presenta ni en la infancia ni en la juventud, sino en la forma de ver el mundo adquirida con los años. La experiencia consolidada por el paso del tiempo es testimonio de la historia personal y comunitaria y otorga al individuo la aptitud para desvelar la verdad acerca de lo real y hacerla transmisible a los demás. Se trata de una capacidad que, por florecer al hilo de los acontecimientos, configura y da sentido a aquello que se vive, de modo que, cuando no se posee tal habilidad, la realidad en cuestión aparece deslavazada y carente de unidad para quien se enfrenta a ella.

Tiempo, dedicación, perspectiva analítica y madurez humana son requisitos imprescindibles para la adquisición de cualquier tipo de destreza, desde la obtenida en el ámbito profesional a la vivida en el familiar, social o existencial. La experiencia permite comunicar a las generaciones venideras una noción más completa de la vida y mostrar a ésta como totalidad responsable ante Dios y los hombres. No es de extrañar, pues, que en la vejez se pueda contemplar con extrañeza no solo lo vivido en la infancia y juventud sino en cualquier época pasada de uno mismo. Es entonces cuando se busca el crecimiento de un bien interior que –en expresión teresiana– “trae consigo otra hartura y quietud”. Sin baraja de ´Peter Pan y los piratas`. Sin apenas bienes exteriores. ¡Sólo madurando en lo profundo de adentro!

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