Los que, durante el último tercio del siglo XX, fuimos espectadores de la televisión española de entonces sabemos que la montaña ha configurado la vida de César Pérez de Tudela (1940). Todo lo demás ha estado relacionado con ella, al menos desde mediados de los años cincuenta de la pasada centuria, en que comenzó su afición por el alpinismo. La aventura por las cumbres polarizó cualquiera de sus restantes actividades: no solo como popularísimo concursante en la pequeña pantalla, montañero, esquiador, guía, instructor y profesor de alta montaña o cronista de varias guerras, sino también en calidad de autor de numerosos libros de su especialidad, periodista, fundador, director y divulgador en revistas y diarios sobre temas de naturaleza, alpinismo, seguridad y protección civil.
Como un animal siente miedo cada vez que intuye la cercanía de un terremoto, la intensa dedicación de Pérez de Tudela al riesgo le familiarizó con el peligro, la fatalidad e incluso la muerte de seres queridos: vio morir en la montaña a su esposa y a uno de sus mejores amigos, incluso él mismo sufrió un infarto escalando el Everest y varias veces estuvo a punto de perecer a causa de accidentes. Sin embargo, aún hoy, siendo un octogenario –entregado a sus escritos, espacios radiofónicos y conferencias– piensa que vivimos para llegar a la hondura del ser y desea seguir viviendo la emoción del miedo, consciente de que siempre “la cumbre que más [le] ha costado escalar es la del miedo”.
Es ésta –la del afamado montañero de ascendencia navarra– una experiencia individual de la cruda angustia ante el daño real o imaginario y el regusto por la sensación de alerta que ello despierta. Pero también el miedo se puede percibir colectivamente. Así sucedió en Europa a finales del siglo XVI –entre otras muchas ocasiones–, época en que se desató una fiebre persecutoria contra las brujas. En España alcanzó especial virulencia en su zona fronteriza con Francia. Por todas partes aparecían denuncias de asistencias a aquelarres, elaboración de brebajes mágicos y otras aberraciones propias de la brujería. La gente de los pueblos levantaba rumores, señalaba culpables y buscaba acusados hasta el punto que muchos de los sospechosos confesaban presos del miedo. Como la violencia empezaba a hacer estragos, las autoridades depositaron el problema en manos de la Inquisición.
Mención especial al respecto merece la figura de Alonso de Salazar y Frías (1564-1636), jurista y clérigo brillante que, una vez instalado en Navarra, comprobó los casos en cuestión, confrontando los testimonios, interrogando a los testigos y descubriendo en ellos falsedades y engaños. A diferencia de sus colegas, dados a hacerse eco de denuncias y rumores, este inquisidor –guiado tan solo por la sensatez de una metódica investigación, la veracidad de las pruebas y la escrupulosa argumentación jurídica– logró imponer la razón sobre el miedo y erradicar así la superstición popular de estas prácticas. Gracias a su proceder, la Inquisición concluyó, como única realidad, que no hubo brujas ni embrujados hasta que se comenzó a tratar y escribir sobre ellos.
Y es que el miedo –como fenómeno individual y colectivo– inunda con frecuencia la existencia de los humanos hasta convertirse en norma de vida que acogota su alma y paraliza su cuerpo. Frente al acoso del miedo se precisa una reflexión racional que permita ordenar la realidad para que, descubriendo su sentido, el individuo alcance su equilibrio vital. Pero el hallazgo de la verdadera razón de ser de cuanto existe no se alcanza sin una visión trascendente de la vida. Por ello, junto a la racionalidad, es necesaria igualmente la confianza en Dios, cuya mera presencia puede desterrar el miedo. Hace falta la vivencia interior de Jesús como dador de la buena noticia acerca de la bondad de un Dios que quiere lo mejor para nosotros y, poco a poco, nos libera de los miedos que nos bloquean.
Dios no nos deja solos ante nuestros problemas. Como sucedió con el temor que los apóstoles experimentaron cuando iban con Jesús en la barca y el mar de Galilea se embraveció, en la nave de nuestra vida duerme también Cristo, por lo que san Agustín (354-430) nos exhorta a despertarle para que increpe a la tempestad de nuestro miedo y se haga así la calma. Él ha vencido al mundo y nos ha asegurado que estará con nosotros todos los días hasta su final. Sólo esta perspectiva eterna del amor a Dios es la que nos libera de todo miedo, porque el amor es valentía y –como advertía san Hilario de Poitiers (315-367)– “todo nuestro miedo está relacionado con el amor”. Si nuestro amor está cifrado en Dios, no hay miedo posible: son otros amores los que nos abisman en el miedo hasta ahogarnos en él.