‘¿Qué vemos en el paisaje?’, por Pedro Paricio

Me escribe mi buen amigo Pedro, con ocasión de remitirme su post para Dame tres minutos:

Estimado José:

Como un preludio de las celebraciones navideñas llegan a la capital pamplonesa las festividades de san Saturnino y de san Francisco Javier. 

Para que te liberes un poco del blog y disfrutes más y mejor de ellas, así como de la presentación de la nueva novela de tu hermano

¡Un millón de gracias, Pedro! ¡De todo corazón!

Ahí va el regalo que nos haces a todos, uno más desde tu más que acreditada generosidad. Tuya es la palabra.

‘¿Qué vemos en el paisaje?’, por Pedro Paricio Aucejo

Tú y yo –como todo hijo de vecino– hemos sentido en más de una ocasión la necesidad de cambiar de aires: aunque fuera fugazmente, hemos deseado sustituir el ambiente habitual por un panorama nuevo o, en alguna medida, distinto al de cada día. Y hemos emprendido un viaje… En nuestra expedición hemos devorado kilómetros y cruzado caminos para, al final, volver al mismo punto de partida, si bien con los ojos abiertos –ahora, sí– a aquella realidad que siempre ´se tenía´ pero que no ´se era´. En esta mágica renovación anímica que caracteriza a todo viaje, ejerce el paisaje uno de sus más benéficos efectos. Pero nuestra relación con el entorno está patentizada en nuestra mirada, que resbala o reposa en él, lo penetra o se mantiene sobre él.

Si los ojos funcionan como ventanas por las que se accede a la vida, lo que se percibe varía de un individuo a otro, pues la mirada ´manifiesta´ íntegramente al hombre, desde su personalidad a su mundo, su biografía, sus propósitos y sus sentimientos. Ello se evidencia sin ninguna duda en el paisaje, que es una construcción intelectual, una cosmovisión fundada en valores. Más que un panorama exterior lo es interior: el paisaje se revela como tal porque el hombre otorga al territorio unas cualidades manifestadas por el conocimiento, el arte y la vivencia.

“Quien mira un paisaje y sabe su idioma –explica Eduardo Martínez de Pisón (1937)–, lee un pasado acumulado de fuerzas geológicas, cambios climáticos, pasos de estepas y bosques, cazadores, ganaderos, agricultores, ejércitos devastadores, reconstrucciones pacientes, quemas de bosques, economías y sociedades que se fueron o que persisten o que llegan”. De ahí que –para este reputado ecologista vallisoletano y catedrático de universidad– el paisaje nos nutra física y espiritualmente, hasta el punto de ser “un ejercicio intelectual completo, donde, además del indispensable rigor y la necesaria inteligencia, son particularmente apropiadas la sensibilidad y la experiencia directa”.

En mi caso, el entusiasmo por el paisaje lo experimenté desde mi infancia gracias a las enseñanzas campesinas de mi abuelo y, sobre todo, a las largas caminatas con mi padre. En ellas percibí las primeras sensaciones que marcaron para siempre mi existencia: el aire fresco de los deliciosos amaneceres, con su monotonía de luz extendiéndose sobre los campos; el poder verde y odorífero de las plantas aromáticas; los rugosos peñascos de un río que sabía de esperanzas e ilusiones; la nobleza de pinos, olivos, almendros y algarrobos; la feracidad huertana de verduras y frutales; las calmosas aguas del pantano; y, arriba, por encima de todo, cubriéndolo todo, el cielo. Un cielo mediterráneo cuyo dinamismo me anonadaba: corría sin prisa y sin pausa. Él hacía su camino. Y yo, el mío: descubriendo la novedad de una vida interior que brotaba en medio de las pequeñas montañas –hechas a la medida del hombre– de la tierra de mis antecesores maternos.

Desde ese momento, disfruté de la seducción del paisaje: observé, sentí, me emocioné con sus trazos naturales y culturales, me uní a su plenitud y reafirmé cálidamente su ser. Retuve la fisonomía de territorios repletos de referencias personales, de colores inconfundibles, de fragancias inenarrables y de sonidos singulares. Adquirí así una visión humanizada del paisaje y, con ella, una aptitud para la contemplación de la grandeza de lo invisible en la pequeñez de lo visible.

Con el transcurrir del tiempo, a esta elemental observación de la belleza natural se sumó la consciencia de la serenidad que me ofrecía el paisaje: la soledad de la montaña me permitía recobrar la calma y la armonía interior. Al repetirse en cada una de mis escapadas esta sensación –refrendada por multitud de humanos de todas las épocas y lugares– comprendí que, solo si tenemos una íntima percepción del indisoluble vínculo que une a nuestra especie con la naturaleza, podemos percibir la sinfonía eterna que suena en el corazón del universo. Inmersos en ella nos percatamos de que, en medio de un tiempo que fluye sin cesar, sentimos necesidad no de ser solo para el momento sino de ser para siempre. Más aún, tendemos a lo que hace perdurable la realidad y exploramos la emoción sin fin de la eternidad.

En este paisaje me asombré ante la intuición del Autor de aquella inmensidad descubierta y encontré definitivamente –“¡lo que encuentran tantos hombres que con limpio corazón miran al cielo!”, como en su día clamara Gabriel y Galán (1870-1905)– la cercanía de un Dios vivo cuyo susurro no cesa de guiarnos, alentarnos y protegernos. Y todo ello gracias al amor de la mirada…, aquella mirada de la que Luis Cernuda (1902-1963) dijera que “es quien crea, por el amor, el mundo”, y aquel amor del que el poeta andaluz afirmara que es “quien percibe, dentro del hombre oscuro, el ser divino, criatura de luz entonces viva en los ojos que ven y que comprenden”.

8 comentarios en “‘¿Qué vemos en el paisaje?’, por Pedro Paricio

  1. Estimados Pedro y José,

    Me ha gustado mucho este post. Me traen al recuerdo muchas cosas de las que dices. Es curioso que a medida que pasa el tiempo tengo la impresión de acercarme más a la naturaleza y disfrutar de ella. Dejamos de lado muchas cosas importantes, nos disfrutamos de los momentos y de los lugares como deberíamos. Tenemos una vida trepidante y a menudo dejamos de lado lo que la naturaleza nos enseñó.

    No sé si será el tiempo que pasa o la madurez que va consolidándose a medida que pasan los años pero lo que está claro es que el tiempo pasa volando y debemos pararnos para disfrutar de lo que la naturaleza nos brinda, porque es muy sabia y da muchas lecciones. Eso es lo que pongo en práctica cada año y ahora más que nunca.

    Buen fin de semana a los dos,

    Un saludo,

    Norma : )

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    • ¡Que no es poco, mi querido amigo! De entrada, las naranjas aportan vitaminas: las aminas para la vida, cuyos compuestos heterogéneos son imprescindibles para ella. ¡Ahí es nada! Pues en la vida se da la Vida.
      Como ves, Pablo, todo lo que vemos en el paisaje depende de la mirada que proyectemos sobre él. Al igual que con las naranjas se podría decir del arroz ¡cómo no, en mi tierra! o de las humildes setas… Digo esto, porque hoy he comido un excelente arroz con setas. Riquísimo, tan estupendo como para inspirar otro post.
      Un fuerte abrazo.

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  2. Buenas! Por aquí Jaír, de EfectiVida.
    Precioso, Pedro!

    Justo hace un rato veníamos bajando de las cumbres de Gran Canaria, con vistas al Roque Nublo y al Bentayga, desde Tejeda (uno de los pueblos más bonitos de España). El campo dibujaba hoy una paleta de colores otoñales. Como curiosidad, en Las Palmas, en la playa de Las Canteras, hacía sol, un poco más arriba, y sin salir de la ciudad, llovía, y más arriba de las nubes, pasando Valleseco, el sol hacía justicia. Todo eso a una distancia de una hora en coche.

    Sin duda, vivimos en un planeta rebosante de vida, como bien has expresado. Pero lo que más me gusta del artículo es la reflexión de cómo mirar, y qué deducir.
    Excelente! Saludos desde algún lugar de Gran Canaria!

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