Cristina y Javier estaban sentados frente al televisor esperando que el hombre del tiempo les diera alguna buena noticia de cara al ya próximo fin de semana.
Si se cumplía su deseo, aquella sería la única información positiva desde que había empezado el telediario…
Y ocurrió: la previsión meteorológica era fantástica.
Así que marido y mujer decidieron que disfrutarían de un par de días de asueto en una preciosa casa rural de un pueblecito del Pirineo oscense.
Llegó el día. Y llegaron ellos -cargados de ilusión- al que iba a ser su alojamiento.
Previamente, durante el trayecto en coche, Cristina escribió a su hija Lucía para advertirle de que ya habían salido; y de que, probablemente, estarían sin cobertura en la localidad. Lucía pidió a su madre que le enviara por WhatsApp el nombre y emplazamiento del lugar donde pensaban hospedarse. Si a Martín, su marido, le encajaba (ya se encargaría ella de que sí), el domingo a primera hora irían a verlos y aprovecharían para hacer juntos una excursión. Un paseo sencillo, por los alrededores de la zona, sin mayores pretensiones… (Lucía estaba embarazada de más de siete meses).
La casa rural, amplia y muy bien conservada, tenía un precioso vestíbulo en el que su dueño recibió a los excursionistas.
Como su habitación aún no estaba preparada, el dueño de la casa ofreció a Cristina y Javier tomar un café en un amplio comedor que servía, a su vez, de modesto restaurante público. Pero el matrimonio prefería salir a estirar las piernas y dar un primer paseo por la localidad. Así que, tras darle las gracias, dejaron al dueño su equipaje y un billete de cien euros, que Javier puso sobre el mostrador junto a su DNI y salieron a caminar por las distintas calles del hermoso pueblo.
El sol brillaba, calentaba de lo lindo, y hasta picaba. ¡Más vale que habían salido sin carga!
Al poco, sin embargo, aparecieron unas extrañas nubes, un viento enrarecido arreció y, lo que había sido un cielo azul, tornó en gris… en sus tonalidades más oscuras.
Y cayó una primera gota y luego otra y otra más. Y comenzaron a caer chuzos de punta.
Cristina y Javier corrieron a intentar resguardarse bajo algunos soportales y esperaron a que dejara de jarrear.
Al cabo de un buen rato, pudieron regresar a la casa rural, empapados de arriba a abajo, con la tristeza de ver que sus planes se estaban torciendo -y no poco- y con la idea de subir a su habitación y cambiarse de ropa antes de pillar un resfriado.
Pero el infortunio no parecía haber acabado ahí.
Nada más entrar a la casa, su dueño salió a su encuentro para decirles que había recibido una llamada telefónica de un tal Martín (el yerno del matrimonio) preguntando por ellos con urgencia. Al no localizarlos, indicó que cuando regresaran le devolvieran la llamada al móvil pues se iban corriendo al hospital universitario.
Cristina se puso muy nerviosa. Naturalmente, lo primero que hizo fue llamar, desde el teléfono fijo de la casa, a su hija; pero esta no respondía. Así que decidió contactar a su yerno, como este había indicado. Pero Martín tampoco cogía el teléfono. Ahora, el que empezaba a inquietarse era Javier…
Visto el panorama, decidieron que debían ir cuanto antes al hospital universitario.
El dueño lo comprendió; les dio su mayor ánimo y -con él- el DNI y el billete de cien euros que Javier había puesto a su llegada sobre el mostrador.
Metieron el equipaje y arrearon para la ciudad, con una enorme sensación de inquietud y de frustración.
Como poco… habían hecho «el viaje del botón»: un viaje en vano.
Todo, todo, todo se les había torcido. Y en ello incluyo hasta su sonrisa: esa curva hacia arriba con la que llegaron… había -también- dado la vuelta hacia abajo…
Lo que Cristina y Javier no supieron
Cuando plegaron velas y se marcharon, Cristina y Javier ignoraban bastantes cosas.
Por ejemplo, que, inmediatamente a su primera salida de la casa rural, para conocer y pasear por sus soleados alrededores, el dueño de aquella había cogido los cien euros que Javier dejó en el mostrador y se había apresurado a ir a pagar con ellos una deuda que tenía contraída con el carnicero por ese mismo importe.
El carnicero, a su vez, cobrada su factura, fue de inmediato a pagar, con ese mismo billete, al ganadero. «El que paga descansa; y el que cobra más», se dijeron.
El ganadero, casualmente, se encontraba a la sazón haciendo cuentas con quien le proveía de forraje para sus ovejas y… al que le debía… cien euros; cantidad que saldó de inmediato.
El del forraje, feliz (era la primera vez que el otro le pagaba al contado, siempre aducía falta de liquidez…), marchó para la casa rural, con el bolsillo caliente, se tomó una cerveza y aprovechó para abonar al dueño de aquella los cien euros que le adeudaba desde la noche en que había llevado a cenar allí a tres buenos amigos.
En definitiva: que el billete verde estaba de vuelta, en manos del dueño del restaurante (y casa rural), tras un largo pero veloz periplo, cuando Javier y Cristina llegaron (como antes te he contado) y el dueño les entregó el equipaje y les devolvió su dinero.
Frente a la frustración…
A veces, pensamos que todo se ha puesto en nuestra contra; que nada de lo que hemos hecho ha servido para nada; que todo se ha torcido, se ha frustrado, a pesar de las expectativas que nos habíamos generado. Que nuestros actos son estériles o carecen de cualquier valor.
¡Sembramos semillas y no vemos flores! Quizás porque no toca que las veamos o porque no somos pacientes.
Y encima, ¡no tenemos a nadie a quien culpar! O tenemos a todos: nos parece que todos los astros se han confabulado contra nosotros.
Señala Rafael Sant Andreu (“El arte de no amargarse la vida”) que “la tolerancia a la frustración nos permite disfrutar más de la vida, ya que no perdemos el tiempo amargándonos por las cosas que no funcionan”.
Cristina y Javier abandonaron la casa rural ignorando que los cien euros que habían salido de su bolsillo -y vuelto a él-, habían logrado saldar un buen puñado de deudas en aquella pequeña localidad que apenas conocían. Habían tranquilizado el ánimo e incluso, en algún caso, la conciencia de no pocas personas. Habían fortalecido la relación de confianza entre vecinos…
Tampoco, por cierto, Cristina y Javier (ni el dueño de la casa rural, ni el carnicero, ni el ganadero, ni el proveedor de pienso…) conocían que el billete que había circulado de mano en mano… resultó ser falso.
Y, a pesar de todo ello, los turistas y su “papelito verde”, pura filfa, puro aire… que había vuelto a su bolsillo, había logrado acabar con todas aquellas deudas de los vecinos de una pequeña y hermosa población.
A veces… pensamos que nuestros planteamientos, o nuestras acciones, han sido absolutamente estériles; que hemos predicado en el desierto, que hemos perdido, como poco, el tiempo. Y, en alguna de estas ocasiones, quizás hay alguien, “allá arriba” o incluso aquí abajo, sonriendo…
Sonríe -siempre que puedas- e incluso ríe tú también. Intenta, al menos, poner al mal tiempo buena cara. ¡Qué importantes son las personas resilientes, las que no se toman excesivamente en serio a sí mismas, las optimistas!
Señalaba K. Vonnegut: Reír y llorar pueden ser respuestas al agotamiento y la frustración. Por mi parte, prefiero reír: hay menos que limpiar después.
Nota final
Por cierto, Cristina y Javier tampoco sabían -se enteraron en el hospital- que ¡habían sido abuelos por primera vez! Así que Lucía no estaba disponible (cuando sonaba su móvil), ni lo estaba el bueno de su marido… que iba conduciendo, temblando como un flan, camino del centro médico, mientras le oía a Lucía: “¡tengo ganas de empujar!”.
Cuando Cristina y Javier llegaron al hospital y se percataron de que aquello no era una cuestión de muerte, sino de un nuevo milagro de la vida, cuando vieron la carita del bebé, dieron gracias a Dios y volvió a brillar una sonrisa en su rostro… y en su corazón.
Es la sonrisa que deseo que brille en ti cuando hagas lo que debes, aunque no veas frutos… aún. Mantén siempre la esperanza.
Y ya que hablábamos de hijos y de sonrisas… no olvides nunca eso de que «cuando un hombre comprende que su padre tenía razón, ya tiene un hijo que piensa que su padre está equivocado».
¿Difundes? ¡Mil gracias!
P.D.: Esta historia está inspirada en un artículo sobre ¡educación financiera! Lo que oyes. Te lo dejo aquí.
Buenos días José,
Historia muy bonita y didáctica. Los humanos tenemos el defecto de pensar en ocasiones de manera negativa, tal vez inconscientemente para protegernos. Si las cosas no salen como previstas pues ya estábamos preparados. Y si salen bien, mucho mejor. También pienso, como ya citaste en otros posts, que olvidamos a menudo agradecer mediante un simple gesto las buenas acciones que alguien hace por ti. Debido a ello, olvidamos el lado positivo o el impacto que pueden tener nuestras acciones. Y ante la frustración te aconsejo un libro muy didáctico llamado “Las virtudes del fracaso” de Charles Pepin. Estoy segura que te gustará.
Un saludo,
Norma 🌞
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Muchisimas gracias, Norma. Por tus palabras, por tu reflexión y por ofrecernos ese libro cuyo título anoto ya en mi agenda!
Un abrazo
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